Giuseppe Cottolengo, el santo de la Providencia

En Turín hay una ciudad adentro de la ciudad, un conjunto de edificios que ha ido crecido con el tiempo hasta convertirse casi en un barrio: es la Piccola casa della Divina Provvidenza. En su entrada se leen las palabras Caritas Christi urget nos: “El amor de Cristo nos apremia” (2 Cor 5,14), el lema que, como estandarte de toda una vida, guió y sostuvo la increíble empresa de Giuseppe Benedetto Cottolengo (1786-1842), proclamado santo por el Papa Pío XI en 1934.

Era el 2 de septiembre de 1827 cuando Giuseppe, sacerdote de unos cuarenta años, fue llamado a la cabecera de una mujer moribunda y embarazada, enferma de tuberculosis y, por tanto, rechazada por los hospitales de toda Turín. La agonía de la mujer, el dolor de sus hijos y la miseria que rodeaba su muerte llevaron a Cottolengo, con la ayuda de algunas mujeres, a crear un hospicio en el centro de Turín, donde poder ofrecer hospitalidad y cuidados a quienes no podían encontrarlos en otros lugares. Así nació, el 17 de enero de 1828, el Depósito de los enfermos pobres del Corpus Christi, la semilla de la que brotaría la Pequeña Casa, también conocida como “el Cottolengo”.

Eran los años en los que Turín, en plena primera revolución industrial, dio a luz a muchos de los que el Papa Francisco llamaría hoy “rechazados”, es decir, aquellos que, incapaces de encontrar un lugar y fuentes de subsistencia en los mecanismos económicos emergentes, se ven empujados a las sombras de la pobreza y la insignificancia social. Así, los enfermos y los pobres se convierten en las “joyas”, como él los consideraba, que guían la obra de Cottolengo. Una obra que en diez años, de 1832 a 1842, se amplió hasta convertirse en una enfermería para enfermos agudos y crónicos, un instituto y una escuela para sordomudos, un orfanato para hombres y mujeres, un centro de atención para desfavorecidos físicos, una guardería y una escuela primaria para niños pobres. Al médico que le ayudó desde el principio de su obra, le dijo un día: “Recuerda que los pobres son y serán los que te abran las puertas del Paraíso: por tanto, caridad, siempre caridad y siempre caridad”.

Pero no es sólo la caridad lo que mueve al Cottolengo. En él actúa una fe inquebrantable en la Providencia, que le impulsa a emprender sus innumerables iniciativas sin dudar nunca si podían realizarse o no, incluso cuando los recursos financieros eran casi inexistentes. A los que expresaban dudas y temores sobre la gestión contable de la Pequeña Casa, les decía: “No registréis lo que nos manda la Providencia. Ella sabe llevar los registros mejor que nosotros (…). No os metáis en los asuntos de la Providencia. Y no os preocupéis porque ella no os necesita”.

Un “hombre prodigioso”, le llamó Camillo Benso, conde de Cavour. Cuando Giuseppe murió de tifus en 1842, había unas 1.300 personas en la Pequeña Casa, ¡y su empresa solo estaba empezando!  Hoy en día, “il Cottolengo”, además de tener presencia en varios lugares de Italia, también se encuentra en India, Kenia, Tanzania, Etiopía, Ecuador, Estados Unidos (Florida) y Suiza, donde sigue ofreciendo hospitalidad y asistencia médica a los más necesitados.